Una jovencita Björk sentada en una mesita del pequeño local Morocco de Madrid, antes de ofrecer un showcase de tres canciones acompañada de clavicordio, y haciendo muecas; por una simple cuestión de dimensiones, solo podía ser 1993. En ese año, la islandesa publicaba su primer disco en solitario, Debut, técnicamente su primera aventura fuera del seno del festivo indie-pop de The Sugarcubes (sin contar el disco que grabó de niña y los estándares de jazz de Gling-Glo) que nada hacía presagiar los logros artísitcos y de reconocimiento público que apuntaría su autora durante los siguientes diez años.
Debut no es el disco de Björk que haya envejecido mejor, los ritmos y los arreglos de los temas más bailables se han quedado bastante anclados en la efervescencia británica del house de los primeros noventa, pero aún así sigue siendo un recorrido positivo y colorista, muy ecléctico, visto a través de los ojos de alguien que está hambrienta por descubrir mundo, extremadamente sensible al hablar de relaciones sentimentales y con la inocencia prácticamente intacta.
Félix Suárez tuvo la suerte de conocerla en esta época, y Jordi Fábregas le acompañó para la improvisada sesión de fotos.
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