Bettie Serveert son un grupo muy especial para mí, y de mis favoritos de toda esa era de indie pop-rock de los noventa, aún a pesar de que los holandeses han ido a la deriva esta última década grabando una serie de álbumes enfangados en un sonido decididamente AOR (se salva un poco Bare Stripped Naked, disco semi-acústico de 2006) y desprovisto de la sensibilidad bruta que tanto les diferenciaba. Siendo justos, en cada uno de sus últimos discos aún pueden encontrarse un par de gemas notables, aunque en el último (Pharmacy of Love) me cuesta barbaridades.
Lo que la gente más recuerda de Bettie Serveert es su debut, Palomine (1992), uno de esos casos de obra elevada a clásico en cuanto se publica y que puede eclipsar el resto de una carrera muy injustamente. Alguna de las preguntas que Jorge Macondo les hizo en Barcelona cuando vinieron a presentar Lamprey en mayo de 1995 toca un poco ese tema sensible, pero el gurpo se esfuerza en explicar que la naturaleza de su segundo trabajo es diferente e igual de válida, cosa que yo creo firmemente.
Fotos de Juan Sala.
Y en El Tejado del Diablo, un falso final: la separación forzada por entrar en bancarrota de Throwing Muses en 1997.
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